[Nota para un ejercicio de dramaturgia: este párrafo debe leerse imitando a aquélla niña que levanta las cejas mientras pronuncia con naturalidad infantil cada sílaba y hace ademanes cómicos con los brazos moviendo rítmicamente hacia arriba y abajo la cabeza después de cada frase medianamente larga, poniendo énfasis en alguna palabra clave que dé ritmo a su voz y a su mirada]
Tengo una desalentadora noticia. El Centro de Desarrollo Infantil que tanto me hacías recordar (te imaginaba hablar imaginando tu tropiezos iniciales, tus balbuceos de niña para aprender a hablar a la tardía edad de ¿cinco o seis años?, no sé bien, un poco antes de que perdieras los dos dientes de leche por esa épica caída debido a tu incapacidad motriz para coordinar el entusiasmo del salto con el dominio de las piernas y la prisa de las carreras al colegio de tu otro desarrollo infatil) cerró sus puertas. Bueno, no las cerró, de hecho siempre estaban cerradas, ¿recuerdas?, sino que se transformó en un lugar que no puedo adivinar si es una casa o unas oficinas o no sé qué. Pintaron la pared con una combinación muy rara de esmalte: arriba de un color naranja exactamente igual a la playera de la selección holandesa de futbol y abajo, desde el piso hasta un metro de altura, más o menos, un color casi blanco casi gris casi verde que hace imposible pensar que alguna vez fue un lugar para desarrollar la inteligencia y que estuviste ahí tomando clases o deseando tomarlas.
Ahora estoy en el desamparo pedagógico. ¿Qué debo hacer? Recomiéndame algo antes de que me suicide por ver desaparecida nuestra escuela, ese espacio de mi única oportunidad para formarme profesionalmente en la “ciencia de payasar...”