Por Luis Manuel Amador . En la ciudad de Oaxaca existe La Nueva Babel (calle Porfirio Díaz 224), un pequeño bar cultural que convoca lecturas de poesía, presentaciones de libros, conciertos musicales y actos de toda índole; un espacio “alternativo” en el que convergen lo mismo escritores como Ramón Dachs y Neeli Cherkovski que músicos como Paul Cohen o Pere Soto, y simples mortales como el que esto escribe. La última exposición, que se inauguró hace unas semanas, es Todos somos putos, serie de 18 acuarelas de Carlos Raúl Reyes Calderón, artista juchiteco radicado en Oaxaca. El título responde en parodia irreverente a ese afán de metonimia que rezan las frases sepultadas en el cementerio del lugar común: “Todos somos Marcos”, “Todos somos México”, “Todos somos Oaxaca”, “Todos somos Murat” (título del artículo que condenaba apologéticamente el dudoso atentado al gobernador). El siguiente es un texto escrito por este redactor, y leído durante una mesa de comentarios sobre el tema el día de la inauguración de tan curiosa muestra: .. .  Si nos asomamos a un espacio fuera de lo tipográfico, la palabra adquiere muchas veces tintes de escándalo. Pero no nos sorprende un comercial a orilla de carretera, una declaración política o la frase “bienvenidos” sobre un cerro, la consignación del sexo en la pared de un excusado. “Grafo y grama en griego, scribe en latín, writan en germánico (de donde vienen las palabras de esas raíces en español, francés, inglés, alemán) llegaron a designar la palabra escrita a partir del significado de rasguño, que todavía puede observarse en rasgo”, comenta Gabriel Zaíd. Hay una distancia de oposiciones cuando una palabra “transgresora” cruza el espacio entre dos personas: la que opone a entrañables de extraños. Decir “pendejo” a un amigo equivale a aumentar los puntos en favor del afecto, certificar el vínculo fraterno del abrazo en la palabra; por el contrario, llamar “pendejo” a alguien con quien no hay amistad es dejar constancia del desprecio con que se cierran las puertas del encuentro, es anular la valía del contrario, rebajarlo contra toda estima. Lo mismo puede aplicarse para la palabra “puto”. Y olvidemos por un instante la connotación homosexual del término para no adentrarnos en honduras (aunque la referencia a este respecto pueda marcar la pauta inicial del tema). Volvamos con Zaíd: “La modernidad y conciencia del yo en la profanación de un espacio público pueden verse en los grafitos que dicen simplemente PUTO YO. Es obvio, al menos para un mexicano, que este letrero no es una declaración personal, sino una trampa: un mecanismo por el cual se obliga al lector a declararse puto: una forma de violarlo [de chingarlo] ... Pero lo más notable de la trampa es su modernidad. Mucha poesía [...] todavía no adquiere esa conciencia literaria.” En su Juan de Mairena, Antonio Machado inventa un personaje que reflexiona a partir de las sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo. Lo mismo hace J. M. Coetzee con Elizabeth Costello. Igual que hay una verdad contenida en los personajes antedichos, hay otra que se encuentra en las palabras que corporalmente personalizan el lenguaje. Si Coetzee o Machado o Cervantes (con Cide Hamete Benengeli) hablaron a través de sus personajes, no fue para evadirse o para no comprometerse con lo escrito, sino para mostrar humanamente la autoridad que tienen las cuestiones vivas, encarnadas. Así, ser “puto”, representa una contradicción proyectada ante el mundo. Decía que hay lenguajes frente a los que no adquirimos aún conciencia. Basta recordar este episodio: el narrador brasileño, Rubem Fonseca, se encuentra con un conocido que había leído un cuento suyo en el que declara textual y secretamente la forma en que asesina a una antigua novia; el conocido, dando por cierta la confesión recibida en el texto, se acercó a él, cauteloso, para garantizarle la preservación del “infame secreto”. Fonseca no pudo menos que preocuparse de la incapacidad demostrada por su lector para comprender lo creado a partir de cierto hecho verosímil pero literariamente recreado. ¿Pensaría el muy animal que Dostoievsky era Rashkolnikov y que en realidadad encarnaba al asesino? Es igualmente insensato odiar al actor que interpreta a un criminal en una película; y exactamente igual de ridículo enamorarse del heroico protagonista al grado de querer encontrárselo a la vuelta de la esquina, idealizado en cualquiera, para termina casándose con él. ¿Es necesario este alegato para aclarar y ejemplificar la palabra “puto”, escrita o pronunciada? Y me refiero al término como sustantivo, nunca en calidad de adjetivo añadido. Cuando yo era niño, no faltó quien me increpara, como para edificar su poderío y su dominio: “¿Qué ... o eres puto?” Por lo que hubiera sido, antes de responder recurrí a mi madre para desvelar la industria de la frase. Ella me autorizó para idear la respuesta contra toda derrota, e iluminó en mí esa milagrosa revelación para la réplica: “Sí, soy puto, putísimo”, solía responder, con variantes para las que nunca hubo seguimiento del interlocutor. De este modo, la condición asumida al declararse “puto” puede compararse con un código de honor samurai del siglo XVI que anulaba la violencia sin sentido: “¿Si tu contrincante es mejor que tú, por qué pelear?, ¿si es inferior a ti, por qué pelear? Si tu contrincante es tu igual, comprenderá lo mismo que comprendes y no habrá razón para pelear.” Decir “soy puto”, asumirse voluntariamente un rechazado, penetrar en esa comprensión de otro modo absurda es decir “soy hombre”, “soy un igual a ti”. Es acercarse a lo humano por medio de la palabra que lo convierte a uno en mortal en el sentido poético que ilustra Octavio Paz: “Amar / es morir y revivir y remorir: / es la vivacidad. / Te quiero / porque yo soy mortal / y tú lo eres.”
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