Por Luis Manuel Amador
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A propósito del Día nacional del libro, que se celebra cada 12 de noviembre, este breve artículo nos invita a mirar con otros ojos a Sor Juana Inés de la Cruz. Es, también, una invitación a la reflexión sobre esta escritora magistral del siglo XVII, y a un re-descubrimiento a través de su lectura.
Muy ilustre lector, nuestro lector… no mi voluntad, mi poca seguridad y mi justo límite han retrasado tantos días mi artículo. ¿Qué mucho si al primer paso encontraba mi torpe escritura dos imposibles? El primero (y para mí el más embarazoso) es poder resumir en unas líneas a ésta doctísima, cultísima y altísima figura de nuestra lengua… El segundo imposible es saber agradecer tan excesivo como no esperado favor, de dar a mis lecturas sus escritos.
Basta leer su prosa para darse cuenta quién supo asumir el español, el latín y el náhuatl como sus lenguas sin el menor rasgo de titubeo o vasallaje para ser la escritora suprema del virreinato.
Se ha concedido el 12 de noviembre (¿de 1648?) como fecha de su nacimiento (ahora “día nacional del libro”). Nació en la alquería de San Miguel Nepantla, de la breve unión del capitán Pedro Manuel de Asbaje y de la criolla Isabel Ramírez. Pasó la infancia con su abuelo materno en la hacienda de Panoayan, cerca de Amecameca. Allí conoció los libros.
Sor Juana Inés de la Cruz no incursionó desde los diecisiete años en el convento de San Jerónimo sólo por mera vocación religiosa. Por lo menos así lo indica su obra. Decidió enclaustrarse porque así podría alcanzar el conocimiento como llamada por un deseo de interpretar el mundo. Estudió ciencias, matemáticas, física, latín, griego; leyó a los clásicos antiguos y del siglo XVI; escribió con el mismo fervor y nivel poesía lírica, dramática, alegórica, sacra, festiva, y popular; décimas, sonetos, sainetes, romances, villancicos y teatro, entre otras formas literarias.
Es verdad que la mayoría de sus obras fueron, según sus propias palabras, escritas por encargo u órdenes superiores (salvo el Primer Sueño), y aunque fue clasicista por cultivar culteranismo y gongorismo, asumió la poesía como un medio antes que como fin.
Sin dejar de ser monja intuye en su obra el matrimonio y la viudez, elementos que la proyectan en los personajes de sus escritos (por ejemplo, es Leonor en Los empeños de una casa). Su obra dramática la forman los autos sacramentales: El divino Narciso (donde aparece el concepto de lo indígena en la religión), El cetro de José y El mártir del Sacramento, las loas (unas treinta, la mayoría escritas como alabanzas a personajes de la Corte.
Criticó e impugnó al jesuita portugués, Padre Vieyra, en un sermón, argumentando los límites entre lo humano y lo divino, y por ello fue censurada por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, quien le conminó a dedicarse a la vida piadosa y olvidarse de las letras “profanas”. Sor Juana se defendió en una larga misiva autobiográfica (Respuesta a Sor Filotea de la Cruz), en la cual abogó magistralmente por los derechos de la mujer y afirmó su abierto reclamo a pensar libremente.
Otras dos piezas son: Los empeños de una casa (comedia de capa y espada) y Amor es más laberinto (obra culterana). Su prosa: Neptuno alegórico; Explicación del arco; Razón de la fábrica alegórica y Explicación de la fábrica alegórica, Carta atenagórica (la impugnación a Vieyra), y el magistral (cumbre de su escritura) Primer sueño, que es el poema más personal y el más extenso y ambicioso de su obra; uno de los más importantes de toda la literatura hispánica del siglo XVII.
Se puede escribir más, y no soy yo quien merece continuar las líneas. Después de todo basta recordar que en su siglo Sor Juana fue mujer, y estaba sola. Por eso para José Emilio Pacheco, y para todos, continúa viva como esa “llama en la noche de piedra del virreinato.”
