Por Luis Manuel Amador
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Posiblemente no haya tema de más obsesión para el hombre que la muerte. Ella, con su amenazante presencia o su feliz lejanía, lo distingue del resto de los seres, lo hace mortal. Por eso “entre los griegos, «humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe de ser”, dice Fernando Savater en Las preguntas de la vida. Y continúa: “Las plantas y los animales no son mortales, porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte.” Sólo somos “mortales” los humanos. Tiene la muerte esencial forma humana.
Ya en la historia y la literatura aparece desde los más antiguos textos: la primera gran epopeya registrada data de hace casi tres mil años narra la historia de Gilgamesh y Enkidu, dos guerreros que se enfrentan a la diosa Isthar. Ella da muerte a Enkidu. Gilgamesh busca el remedio contra la muerte y fracasa. El espíritu de Enkidu le devela los oscuros pasajes que le esperan cuando muera, y Gilgamesh se resiste a que le llegue esa hora. En la Odisea, Ulises invoca a las almas de los muertos y entre ellas acude Aquiles, su viejo compañero, que le comparte la terrible desolación de los espíritus.
Igualmente, la primera obra con autor indiscutible (Platón) presenta la muerte como lección y diálogo en Apología de Sócrates, cuando éste es condenado a morir envenenado. Jorge Manrique escribió en el siglo XV las Coplas a la muerte del maestre don Rodrigo (su padre), elegía poética que es ya obra maestra de la literatura universal. Y en los tiempos modernos, un libro incomparable sobre el contrapunto vida-muerte es el escrito por Miguel de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida. León Tolstoi narra impecablemente en La muerte de Ivan Ilich una historia invertida: comienza con la muerte del protagonista y va hacia atrás describiendo su vida en retroceso. De manera parecida, La muerte de Artemio Cruz, del mexicano Carlos Fuentes (influido por el ruso) comienza con el trance del protagonista ante la muerte, para seguir una trayectoria retrospectiva, como recordación y vuelta.
En México, Rulfo emplea la desolación y la muerte como elementos centrales en Pedro Páramo, novela extraordinaria donde todos los personajes son almas en pena que parecen no encontrar quien rece por ellas.
Muerte y escritura hallan en nuestras letras a tres grandes poetas: Xavier Villaurrutia, José Gorostiza y Jaime Sabines. El primero nos dejó parte de su gran poesía en Nostalgia de la muerte; el segundo, uno de los poemas fundamentales de nuestra literatura: Muerte sin fin (emparentado con El cementerio marino, de Valéry, y con el Eliot de Tierra baldía); Sabines, por su parte, como Manrique, asume la muerte de su padre en un poema de largo aliento: Algo sobre la muerte del mayor Sabines.
El hombre sabe la muerte inevitable. Ella es, contradictoriamente, su móvil hacia la vida: inventa la religión, hace del amor una muerte pequeña, escribe. Y tal vez, de miedo, habla.