Por Luis Manuel Amador . Es insospechado el poder de transformación que propicia el arte, y arriesgado vincular creaciones en apariencia inconciliables. En su Historia del guerrero y de la cautiva, Borges cuenta la hazaña de Droctulft, el guerrero lombardo que asedió Ravena y terminó defendiendo esa ciudad, que debió vencer, abandonando a los suyos. La revelación de su metamorfosis toca las fronteras de una Epifanía: “Las guerras lo traen […] y ahí ve algo que no ha visto jamás […] Ve un conjunto que es múltiple y sin desorden […] un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, […] de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos […] Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad.” Con Droctulft, partidario del arte de la guerra, vehículo y destinatario después de una seducción inexplicable por el arte de la producción, arquitectura y poesía encuentran un vaso comunicante. Alguna vez escucharemos: “pero la obra arquitectónica es algo práctico, palpable, y la obra poética es abstracta, difícil de entender e inapresable”. Gabriel Zaíd nos recuerda que “alguna vez lo músico fue todo lo inspirado por las musas, no una especialidad. Alguna vez poesía y práctica fueron sinónimos, con poca diferencia. Hacer cosas (produciéndolas, fabricándolas, inventándolas, escribiéndolas) era poieîn (de donde viene poesía). Hacer cosas (en el mundo de la acción) era práttein (de donde viene práctica).” ¿Hará falta recordar aquí a Aristóteles, quien establece la Poética como arte de la producción? Arquitectura y poesía comparten el principio fundacional, germen y sustancia. Quien dice: “Arquitecto” del Universo, dice “creador”, “constructor”; y dice, de algún modo, “Poeta”. Tanto el poema como la obra arquitectónica son, a la vez, lo práctico y lo abstracto, eso capaz de someterse al escrutinio y, en algunos límites, lo inefable. Ambas disciplinas tienen sus elementos de significado y sus normas edificatorias, sus herramientas, sus bases sobre las que se desplantan como obra: gramática, sintaxis, circularidad, metáfora; estructura color, forma, ritmo, orden. No se abandonan al designio de lo incomunicable: se comparten, se califican, se comprenden y observan por participantes. Ni el poema ni la obra arquitectónica sirven sin observadores, sin el otro. Octavio Paz anticipaba en El arco y la lira las posibilidades re-edificatorias del mundo a partir de la poesía: el Poeta es el fundador de una realidad transfigurada. No teme, asume su papel, reinventa las cosas del mundo. No sólo crea, re-crea; no sólo construye, re-construye. El Poeta es, en este sentido, Arquitecto. El Arquitecto es, igualmente, Poeta, el creador que levanta los muros de lo que es, lo que puede llegar a ser, lo que no existe, lo que fue, lo que será, lo que nunca ha sido. Y es posible que, como el guerrero lombardo, llegue a ver en un momento clave, con otros ojos el objeto que antes combatía, a reconciliar realidades que suponía lejanas, a hacer el edificio de una nueva obra que transfigure la vida sobre el mundo. Hay momentos en que podrá parecer obra única: poema innovador, edificio irrepetible, audacia, experimento. Si no halla la participación, termina en ocurrencia, en rodeo, en paseo por el camino intransitable de la tontería. Poema y obra arquitectónica representan algo más que sólo abrazo en la revelación ante quien observa. El poema épico (Ilíada, Vaghavad Gita,) es arquitectura testimonial, construcción de la Historia. Y la Historia responde claramente, con ejemplos, que el poema renacentista se asemeja a edificios de su propia época. La arquitectura de la Catedral Metropolitana es barroca como los sonetos de Sor Juana; el jardín japonés, con su clara austeridad, se acerca más a la brevedad poética de un haikú o de un tanka antes que a los jardines versallescos de Europa. |
jueves, octubre 16, 2003
ARQUITECTURA Y POESÍA
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