Por Luis Manuel Amador
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El pasado 19 de enero, en la ciudad de Oaxaca, se inauguró oficialmente el edificio que alberga la Casa de la Ciudad. Digo oficialmente porque el 30 de noviembre de 2003 se hizo la apertura simbólica del mismo espacio. A propósito de su singular biblioteca, los casi cuarenta mil libros que ocupan sus estantes fueron donados por quien ese memorable domingo cumplía más años que aquellos que, cando niño, le había profetizado una gitana. Él quería vivir quince veces seis años, y parece que este 2006, si el vaticinio es generoso como él, ya no será más niño que su siglo.
En la última Feria Internacional del Libro de Guadalajara se le concedió el merecido reconocimiento de bibliófilo ejemplar. No es para menos.
Hace tiempo que Henestrosa viene a ser una especie de peregrino en su patria. He escuchado, de varios que se dicen conocedores, que su obra no trasciende sino como un divertimento falto de originalidad y valor literario. Y veo entonces que conocen poco, y que juzgan a la ligera, o que esos motivos aparecen opacados por el “pecado imperdonable” de haber ejercido la política.
Más allá de cualquier posible reclamo, la obra de Andrés Henestrosa se sostiene como un árbol enraizado en su origen, que es a la vez “como un río al que confluyen muchas aguas, leches, salivas y sudores”, y ésta tiene esencia “del indio, del blanco y del amarillo; y acaso, una gota de judío converso”, como menciona él mismo.
Los hombres que dipersó la danza es, quizá, su libro más conocido (escrito en 1927 y publicado dos años después, a los 23 años). Quien lo haya leído entenderá que su originalidad no estriba en la novedad de todo lo allí contenido, sino en la manera como el autor le da un sentido de literatura fundacional. El mismo Henestrosa dice: “La mitad del material con que están compuestas estas leyendas fue inventado por los primeros zapotecas. La otra mitad la inventé yo. Inventé, también, una manera de narrarlas [...] di unidad a ese material, antes disperso”. ¿Quién no ha leído también las Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, o Canek, de Ermilo Abreu Gómez, sin sentir el mismo peso de la magia poética donde el indio es algo más que un personaje triste del folklore? Con Henestrosa tenemos, igualmente, la posibilidad de leer Retrato de mi madre, texto celebrado por Octavio Paz como un relato de “extraordinaria juventud,” que “no parece escrito por alguien que comienza: revela esa maestría que sólo se adquiere en la madurez.”
No sé si toda la obra periodística de Andrés Henestrosa esté reunida en más libros que los dos tomos (bajo eltítulo de Agua de tiempo) recopilados por Novedades en 1991 pero, si lo estuviera, ésta sola abarcaría una voluminosa enciclopedia.
¿Qué me hace escribir sobre Henestrosa?: considero que una personal admiración y el deseo de justicia motivado por la lectura de sus escritos y mi visita a la recién inaugurada biblioteca, que bastó para constatar lo que ya sospechaba: la herencia del nonagenario maestro es invaluable en términos aritméticos porque representa un gesto maravilloso.
El acceso al acervo principal está justificadamente restringido. Cruzar las puertas de la Biblioteca Henestrosina (yo la llamo así) equivale a penetrar en ese cuento de Borges donde los libros en los estantes son interminables. Contemplar los miles de volúmenes provoca una extraña sensación, entreveramiento de ambición y vértigo impregnado de un miedo como religioso. Tal vez me engañen, como a Borges, esos temores; pero también sospecho y espero que a partir de ahora “la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, […] incorruptible, secreta.”~
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