viernes, mayo 13, 2005

BALANCE

Tres veces me detuve esperando la mano bienhechora acercándome el vaso desechable lleno. No recordaba que ese viernes se celebraba el llamado Día de la Samaritana cuando salí de casa para hacer las compras.
En la ciudad de Oaxaca, esta celebración cuaresmal conmemora el día en que Jesús, sobre el brocal de un pozo, descubrió en una mujer de Samaria (población a la que los judíos no le tenían entonces el afecto filial que ahora tampoco) el espíritu piadoso para mitigar la sed del que ni ella se sabía poseedora. La narración del Nuevo Testamento toma, en el presente, la forma de una competencia (de competer) donde se apunta gente para repetir la historia en cada esquina posible de la ciudad. Reinventada la fecha, se comparte la otrora agua de pozo convertida en bebida refrescante: agua de fruta; preparados instantáneos y la inclusión de algún desconocido recurso, a veces pirata, de coloraciones endulzadas; aguas de jamaica y de horchata en diferentes versiones. Todo, donde el líquido suele tener en un solo cuerpo su futuro destinatario, provocándole el piadoso deseo de que los sanitarios públicos también formaran parte de la fiesta.
No estoy seguro, pero supongo que no fue la sed lo que me movió a estacionarme entre el tumulto esta vez, sino la certeza de que mientras dura la generosidad, así sea por la celebración religiosa que se extinguecomo una fecha, no hay que hacer preguntas sino aceptar la invitación del prójimo.
Después hice las compras en el supermercado; al momento de hacer fila en la caja evoqué, por las revistas que se exhiben cerca de la caja, escenas en documentales televisivos donde me maravillaba frente a las especies animales y vegetales que, a pesar de las otras en peligro de extinción, aún se siguen descubriendo ante la atónita mirada de exploradores científicos y televidentes como yo, neófitos del cable. Ahora ya no se sabe con qué asombrarse más, pensé, viendo los infinitos productos que se pueden encontrar en el sobrepoblado metro cuadrado de mostrador. La visión inmediata de ese universo desbanca el asombro que despiertan las impensables especies abisales y crea necesidades que ya no pueden meditarse detenidamente sin convertirse en un inaplazable deseo de posesión por oferta: gomas de mascar por decenas; polvos efervescentes en combinaciones de sabor que requerirían espectrógrafos de gases resistentes a náuseas para desentrañar sus componentes; rastrillos de afeitar con presentaciones que, transformadas imaginariamente en insectos, serían capaces de hacer palidecer al más avezado entomólogo; gotas para los ojos; pastillas inhibitorias del vómito; tabletas masticables contra la acidez estomacal; cepillos dentales. Todo, en un instante centrífugo propiciador de arcadas para las que no existe otro antídoto que la intervención de la cajera con su canónica pregunta inaugurando la salvación o la ruina: “¿Encontró todo lo que buscaba?”
Incapaz de responder, el vértigo y la visión me condujeron a un “nuevo producto” por alguna necesidad inventada ipso facto. La palabra BALANCE dominaba la pequeña caja; además, la leyenda SIN AZÚCAR hacía un guiño a mis dizque inclinaciones saludables. No fue su tamaño (ligeramente más alargado que una tarjeta de crédito) ni su diseño (una flecha circular de doble cabeza, reinventando en su portada el mito del eterno retorno) lo que me convenció para comprarla, sino la palabra VAPORS, en amarillo (contra el tono verde plateado del fondo) y en cursivas que parecían remontar el vuelo.
Con la misma cantidad que cualquiera se gasta en un refresco, pagué la goma de mascar en el importe de las compras.
Llegué a casa convencido de que no hay mayor empresa que vender lo inútil. Sin embargo guardé las burlas que en otras circunstancias habría expresado al ver a alguna persona comprar algo tan ridículo. Acto seguido, recordé que nunca he acostumbrado masticar chicle. Busqué la redención, pero ya era tarde para repensar, frente a la triunfante cajita plateada, esa pregunta que en días pasados especialistas elaboraban sobre los talk-shows: “¿Cómo es posible que la gente vea programas tan estúpidos?” Me declaré derrotado por los recursos masivos con esa simple adquisición y, sin respuesta, sólo me quedaba encontrar a alguien con quien pudiera compartir algunas pastillas para repartir el peso de la culpa.
Por la tarde, después de comer, encendí el televisor. Un mensaje comercial me recordaba el pecado del día: atravesando la pantalla de esquina a esquina entre rostros juveniles, risas y maquillaje playero en un ambiente con música y efectos especiales de avión o escualo supersónico que cruza frente al cristal de un acuario vuelto espectro amenazante, la caja de goma de mascar parecía no dejar en paz la carga de mi conciencia. Cambié de canal para olvidarlo y ya no supe si fue mejor idea presenciar el reporte de la guerra. Elaboré un juicio raro pero que no me pareció del todo falso: es más sano evitarlo para no sentirse responsable porque, en un mundo como éste, todos fomentamos buena parte de los males.
Antes de ponerme a leer, me percaté de que sería difícil cumplir lo acordado con algunos amigos hacía días: boicotear productos norteamericanos para protestar contra la guerra. Estuve a punto de alejarme del Canto a mí mismo para tomar un libro de Poe (recordé que también el bostoniano, como el anterior, eran productos norteamericanos); desistí para alcanzar en el librero Los Cantos de Maldoror con sus recursos galos. Miré por la ventana y, con impotencia, noté a lo lejos la cartelera de fierro que había renovado no sé qué aviso de cigarrillos Marlboro; el hecho me dolió, pues comprendí que la incesante y vasta tarea conspiratoria era casi imposible. Me dirigí al baño, me lavé las manos con jabón (Palmolive); traté al volver, de buscar algo en el refrigerador (General Electric) y tomé de un recipiente (Tuperware) fruta que me reconvino por la falta de voluntad para cumplir mi palabra. Mas preferí servirme del agua que guardo en el termo (Coleman) y prepararme un café con endulzante bajo en calorías (Nutrasweet) para olvidar el asunto. Pero ¿Qué haría con esa Coca Cola fría que me aguardaba? ¿Cómo resolvería el insensato hecho de tener que verter en la basura las hojuelas del cereal fortificado? ¿Cuánto me durarían esas convicciones antes de caer en la demencia?
Durante un buen rato estuve pensando en todo mientras leía. La noche asomaba sólo para recordarme que los focos que utilizo son, también, de marca norteamericana y no salen tan baratos como para deshacerse de ellos en el acto. Decidí, por encima de todo, irme tranquilamente a descansar. Entré al baño de nuevo; leí sobre el paquete de papel higiénico la leyenda Kimberly Clark. A punto de cepillarme los dientes, la pasta me pareció sospechosamente Colgate y, temeroso de que alguien me observara, preferí recurrir al bicarbonato, como se acostumbraba en otros tiempos. Pasaron algunos minutos después de salir, cuando recordé que con mi cepillo (Oral B) había traicionado el pacto. Me había afeitado pocas horas antes y no hubo problema para lanzar sin titubeos el rastrillo (Gillette) al bote de basura. Lamenté percibir en el aire que el aromatizante de baño (Johnson & Johnson) tampoco acude para salvar a nadie en un acuerdo.
Me esperaba la cama de cuyo colchón (Selther) recordaba inolvidables momentos. De la pared de enfrente (pintada con Sherwin Williams) todavía colgaba el póster de Bob Dylan quien, según supe, había sacrificado parte de su nombre original por el del poeta Dylan Thomas.
Una silenciosa frase, como vahído salido de quién sabe dónde, zumbó en mi cerebro al intentar cerrar los ojos:

Ge-ne-ra ac-ción va-po-ri-zan-te e e e

Busqué incansablemente durante varios minutos su misterioso origen sin más éxito que el de verificar mi insomnio. Por fin, en una ausencia donde imaginaba qué habría querido decir Joseph Conrad cuando escribió que “la maravilla del hombre es algo oculto, porque los secretos de su corazón no son lectura para el prójimo”, logré dar con el misterio: la caja de goma de mascar era el lugar donde había visto escritas las tres palabras que me perseguían. Sonreí, más satisfecho que tranquilo de haber desentrañado un pequeño misterio mucho más insignificante que el de la carta robada.
Me dije, desde el fondo de mi conciencia que, a pesar de la contradicción y futilidad con que parecieran haber sido creadas, en algunos objetos las leyendas cumplen con su oculto cometido: certificar que como en las cosas valiosas del mundo (un paisaje, la risa, un beso inolvidable, un abrazo, alguna melodía, la mirada de alguien, una voz querida), ningún instante verdaderamente entrañable es eterno, sino más parecido a ese gozo profundo y efímero que llena de alegría la vida, pese a todo... Mientras me iba sumergiendo en un profundo sueño.

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