miércoles, agosto 10, 2005

PROCURANDO UN ACORDE MEJOR

Por Luis Manuel Amador
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Vivimos en uno de los pocos lugares donde parece verificarse que no todos los dichos son simples ocurrencias. Se ha escuchado en más de una ocasión la asombrada pregunta: “Bueno, ¿en Juchitán quien no pinta, escribe o toca la guitarra y canta?” Sin discutir el nivel con que se ejerzan estos frecuentes giros ocupacionales algunas veces partidarios del ocio, podría añadirse, como para certificar otra actividad igualmente célebre pero lamentable en ciertos personajes, la vocacional dedicación a la dipsomanía.
Llama la atención que el gusto artístico dominante, antes que la pintura o las letras sea la música; y no resulta raro ver entre jóvenes a quienes alimenten sus tardes libres con autocastigos difíciles con sobredosis de guitarra fácil. Nadie parece discutirlo: hay menos dificultad, como mayor interés, en aprenderse todas las canciones de cualquier nuevo disco de moda que en averiguar la relevancia de un pintor, así fuera local; y mucho más, que en descubrir que El arco y la lira no es, como parece, un juego infantil, sino un libro precursor.
Como Borges señaló certeramente casi al final de un poema: “un símbolo, una rosa te desgarra y te puede matar una guitarra”, la geografía abunda en episodios que ejemplifican el afecto por este instrumento de perfil femenino.
Alguna vez Facundo Cabral declaró en su defensa que “aunque era feo por fuera, gracias a la guitarra tenía bella el alma”. Ante los trovadores de moda, a las mujeres que conforman el público mayoritario, les costaría menos trabajo discutir el talento de los cantantes que a los hombres en quienes se manifiesta a veces una expresión de celos con reacciones inverosímiles (y sobre ambas actividades de proyección se podrían esgrimir argumentos psicológicos que nada tienen que ver con la música).
No serían en Sudamérica Atahualpa Yupanqui ni Alfredo Zitarrosa los primeros guitarristas cantantes en quienes se admitieran indicios reconocibles de virtuosismo. Hace como tres décadas en Cuba, y ocupando lugar entre jóvenes reclutas, hubo uno que con el tiempo habría de hacer entrañable algo más que su guitarra tímida que sólo cantaba pasadas las diez.
Hay excepciones donde no se sabe sobre qué entidad (entre cantante e instrumento) centrar la admiración, como cuando se apuesta por ver en el escenario al brasileño Caetano Veloso mientras le entrega a la guitarra, como sin pisar las cuerdas, la melancólica armonía de bossa nova y le otorga a cualquier melodía, con el prodigio de su voz, el sello de memorable. En México, posiblemente uno de los puntos para la redención de José Alfredo Jiménez se dio cuando, declarándose él mismo analfabeto del instrumento, optó por hacerle homenaje en cintas cinematográficas donde aparecía rasgando las cuerdas en calidad de finta. Es posible que sin el aval de sus incomparables composiciones no hubiera merecido el perdón del público.
El primero en admitir las limitadas cualidades sonoras de la guitarra acústica fue el célebre guitarrista español Andrés Segovia. Simultáneamente profirió una sentencia sobre la que parecen seguir habiendo oídos sordos: el sonido de la guitarra se opaca fácilmente; merece el respeto del público, que debería guardar completo silencio mientras alguien toca. Pero no se puede solicitar algo distinto para quien sólo ejecuta el instrumento que para quien toca y canta. Con palabras más o menos aproximadas, se alcanza a escuchar en una grabación que Fernando Delgadillo realizó con algunos amigos, a Edel Juárez con su voz que interviene (dirigiéndose a quienes interrumpen al cantante en turno para cantar ellos también) razonablemente enfadada para pedir que “por regla general, todos se deben callar cuando alguien está tocando”. La exigencia parece justificable, salvo en caso de que el cantante solicite acompañamiento coral.
En foros que no convocan cantidades de gente que suponen la protección de fuerzas policíacas, el guitarrista, trovador inconfeso (y a veces mártir), blandiendo voz e instrumento, goza de una popularidad que ya quisieran para sí los mejores concertistas del mundo ante sus multitudes. Cercano a la consagración artística en el acto que dura lo que una canción y en la distancia de “un tiro de canica”, a quien canta con guitarra le basta algo de talento y una sola presentación para acercar a su público hasta esa frontera donde asoman en íntimo arrebato, lágrimas y aplausos. Evocación de nombres, lugares, días, instantes caminados y suertes de pasado laberíntico sacuden por igual. Contrario a las penas que con pan se aminoran, las aproximaciones de la emoción provocadas por una guitarra crecen y se contagian.
Cantar y tocar bien suscita, de por sí, emociones contradictorias. En Juchitán se infiere que uno de los detalles que otorgan credibilidad al artista para un sector de ese público conocedor, reacio a los comerciales e igualmente capaz de condenar al destierro, es la correcta pronunciación del zapoteco; suele ser uno de los recursos socorridos por artistas en afán de granjearse el afecto local. Pero no todos logran ese cometido. Con la dicción siempre vigilada por el auditorio, basta una simple inflexión, una palabra temerosa o fallida para despertar sospechas y la reprobación unánime. Nadie reclama en el acto. El respeto por el espectáculo musical corrobora que las críticas se asumen a posteriori, y de boca en boca. Como ejemplo sirve el de una cantante empeñada en que cada disco suyo lleve el sello diidxaza en el título. Desvanecido el escalofrío inicial y abiertas las puertas, la persistencia produce efectos desafortunados. Más de una persona ha dicho que en la canción Bacaanda´ (Sueño), el atrevimiento de lo mal pronunciado asoma como “por ti tengo miedo de bañarme” en lugar de “por ti tengo miedo de dormir”. El ejemplo se olvida para quien recuerde que, como dijo alguien en una conversación frente a la Parroquia de San Vicente Ferrer: “en Juchitán parece haber mucha gente que canta, y más guitarras que en Paracho.”
En ciudades como la de San Vicente, pocos instrumentos pueden alardear de competir en popularidad con un producto poseedor de derechos reservados capaz, también, de provocar adicción y suscitar exultaciones comunes. Paradójicamente, las correspondencias y rivalidades parecen hallarse en el eslogan mediático de cada generación. Además de la morfología femenina en su figura compartida, ambos objetos: la guitarra y el envase de cristal verdoso, participan en el contrapunto de las leyendas que The Coca Cola Company crea para alentar el consumo: se comparte mejor, alegra las reuniones familiares, reconcilia enemistades, refresca la vida, nos endulza en un instante centrífugo. Sobre lo que no se ha dicho, la guitarra supera con creces y sin pretensión las aspiraciones comerciales del célebre refresco de cola: no la destapa cualquiera en una esquina, un sólo sorbo mitiga la sed de varios, jamás viene en envase desechable, no produce acidez estomacal ni favorece cuadros de diabetes, nunca serviría para lavar el excusado.
Hace poco, a miles de kilómetros de distancia (y es muy probable que hubieran coca cola y guitarra cerca) una lamentable incursión militar cambió la geografía donde dejara vacante el puesto Scherezada. Las noticias viajaban a la redacción de los periódicos, a los programas de radio, a las pantallas de televisión, a los ojos de todo el mundo azorado. No hay canción, si es verdadera, que justifique la guerra. La del soldado que cambia el fusil por la guitarra se convierte en una de las melodías anheladas y viene siempre con la certidumbre de la dicha. La consumación real y simultáneamente imaginaria de ese deseo es la Canción, el Canto que conocen lo smudos y que nos acerca, a pesar las atrocidades, al momento del oido absorto que nos reconcilia de veras, a ese pequeño universo que los poetas y los santos han imaginado.
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