Mi madre atiende una pollería en uno de los mercados de mi pueblo. Por las mañanas se escuchan los “adiós mundo cruel” de las víctimas sobre el lavadero. Cuando estoy con mi familia ayudo en las labores de ese arte. Pero decía que escuché el alarido en pequeño de los pollos, esos cacareos atenazados como por una almohada. No hablaré de la sangría que se representa como un borboteo caliente donde campean los ojitos cerrados, e iré al grano: Mi padre y yo, enseguida, nos disponemos a desplumar los pollos sacrificados por mi madre. Mi perspectiva, en este punto, es que cada pollo debe quedar “poéticamente perfecto”. Su semblante, como me lo enseñó la filosofía de mi madre, debe convencer al espectador de que está frente a un ser sacrificado por el bien de la humanidad y en las mejores condiciones. Sin necesidad de maquillaje, el pollo en cuestión tendrá que estar libre de todo tipo de plumas o su indicio: ni los vellitos que no logran convertirse en plumas de a de veras, ni las grandes plumas que dejan su espolón inarrancable tienen por qué estar ya sobre la piel, que deberá acabar tan tersa como el pálido trasero de un bebé nórdico o las piernas depiladas de una modelo rusa, dependiendo de la edad del pollo. Igual que las zonas del cuello masculino al afeitarse cuando se confía en un rastrillo pirata, los pescuezos de los pollos aliñados suelen quedar con restos de plumas alrededor del corte (en este caso mortal); hay que evitarlo a toda costa, pues suele demeritar la pulcritud del oficio de verdugo. Siempre es preferible, ya en el mercado y sobre la mesa de exposición, que el rigor mortis, o mejor dicho la rigidez del cadáver, ofrezca una actitud atlética tanto en el tono muscular como en el aspecto de los miembros del ave para el potencial guisado frente al ojo. Los puntos reveladores más importantes tienen que ver con la inclinación y la firmeza de los muslos con respecto a la línea del horizonte, que no deberán ser paralelos a ésta, sino más bien quedarán ligeramente apuntando hacia arriba, entre 30 y 40 grados. Por ningún motivo insinuarán un dejo de caída, al contrario, tienen que convencer al público marchante de que las aves murieron en cumplimiento de sus abdominales cuando se ejercitaban con las patas al aire mientras decían el último adiós. En lo que se refiere al cuenco que resulta de la extirpación de los órganos, cuídese bien de que, al penetrar la mirada del espectador, logre escrutar lo reluciente de las paredes interiores desde cualquier punto. Así la posibilidad de aspirar a ser donadores de órganos, ya de por sí baja en nuestro país, no se verá afectada por visiones insalubres. Pero vayamos a los detalles: las aparentes minucias o “menudencias”, ese universo que incluye vísceras mayores, patas y hasta el producto de las decapitaciones. Sin llegar al fastidioso manicure, los mejores y más suculentos dedos de pollo son aquellos que observan un escrupuloso cuidado de las uñas o el extirpamiento de éstas en términos altamente civilizados, sin exagerar el corte más allá de la última falange. En caso de que los sacrificados hayan tenido una vida dura, situación verificable en las callosidades que son evidentes y no faltan, será necesaria una intervención quirúrgica post mortem para eliminarlas, poniendo cuidado extremo de hacerlo como si estuvieran aún latiendo los corazones de sus portadores, con cariño quiero decir. El resultado no lo agradecerán los sujetos de la operación, que ya estarán reunidos con sus antepasados, sino en quienes soliciten el destazamiento que servirá para satisfacer sus futuros deseos de comensal y testigo pavloviano. Salvador Elizondo escribió que no podemos manifestar nuestra interioridad sino de forma inusitada, por eso la visión de vísceras siempre nos estremece. Yo diría que depende de las vísceras, que en nuestro caso convierten el estremecimiento en un deseo de posesión por hervor o sazón ritualizado. Lo inusitado es que el arte gastronómico nos ofrezca sus mejores apuestas en aquello que preserva la aparente infamia. ¿Quién no ha engullido el crujiente chicharrón, que es pura piel, sin ignorar los fangosos y casi humanos hábitos del cerdo? ¿Cómo negar la delicia que proporciona un guisado de panza sabiendo su pasado de rumiante? ¿No es mejor, sin duda, el sabor de los quesos producto del cuajo que los procesados artificialmente mediante sustitutos? La pollería es un arte y conlleva una poética. Todo oficio lo es, en algún punto, uno que hay que alcanzar y en el que no hay retorno.
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