Hace días, mientras leía tu carta quejumbrosa y amable sobre la pantalla de una computadora recordé, más o menos, las líneas que me regalaste en otra carta: “me alegraría mucho que me compartas si te has enamorado”.
Tus palabras vinieron a mi cabeza en forma de alimento, e imaginé el relleno nutricio de una torta con mucho picante, de esas que pueden hacer doler la panza, edificada entre dos rebanadas de pan al día. Las rebanadas de pan serían, una de recriminación integral, y otra de doble fibra de nervios puestos a prueba ante la prisa. Lo de la salsa lo digo concibiendo el plato en la sazón efectiva que mi lastimado organismo no soporta porque encarna una verdad muy ácida y condimentada, y no porque sea en sí dañina o de calidad dudosa, al contrario. Ante esta burda metáfora de la torta, me explico: lo que yo leía era ese “ultimátum” que escribiste pidiéndome que ya no te enviara nunca nada si no te escribía una carta como la amistad reclama. Y la frase aquella con que concluyo el párrafo anterior viene a colación por la cara que puse, ante la pena de no poder responderte en ese instante por las apuraciones. No miento si escribo (y aquí te comparto la certidumbre de mi corazón que nace de esa solicitud que te “alegraría mucho que te compartiera”) que me sentí culpable, pecador de omisión por no escribirte. Junto a mí estaba X, una muchacha maravillosa cuyos rizos negros y sonrisa vivaz e irónica eran parte de una presencia que me iluminaba y que me recordaba el inicio de Compañera, esa letra de Silvio donde la canción es la amiga que lo arropa y después lo desabriga, que también es la más clara y oscura y la más verde y madura y la más íntima y... X estaba junto a mí en el Internet cuando leía tu ultimátum, y me dijo, con sólo una mirada y moviendo la cabeza, que debía escribirte. Y yo le respondí que me daría un tiempo en estos días para ello. Y heme aquí que estoy haciéndolo ya en el tamaño de esta carta que te dará por sí misma los motivos del retraso.
Estaba en un momento muy extraño pero muy contradictorio. A X le llevaba más de diez años, y aunque estábamos bien conectados no la conocía bien pero la intuía. Anduvimos unas semanas. ¿La quería?
Ahora no está a mi lado. Tal vez duerme plácidamente o vela en una noche entre los rezos de una funeraria. Desde luego, si algo no admitía discusión era su inteligencia, que me parecía a veces partidaria de un juego de espejos. No, no estaba vanagloriándome de mi inteligencia, sino homenajeando y aprendiendo a comprender la de ella, su inteligencia y su belleza, a ella, aunque también esa inteligencia y esa belleza sufrieran, como en mi caso, de las arritmias que impedían tomar decisiones vitales. Los asuntos en apariencia fáciles resultan los más complicados. “Qué difícil es ser yo”, me dijo en una ocasión en una variante que en mi boca sonaría como “Qué imbécil eres”, cuando le hablo a mi yo interno.
Me acuerdo de Bertrand Russell cuando decía que la felicidad consiste en no ser completamente imbécil, o en serlo. La única complicación del mundo está en el ser humano y en sus obras. El ser humano es el único animal que ríe, y el único que puede llegar a ser imbécil. Todo lo demás está bien hecho. Y luego pienso sobre en qué consistirá eso de ser imbécil y me acuerdo de tu amigo Fernando Savater cuando dice, en celebérrimo librito, que la palabra imbécil es más sustanciosa de lo que parece y que viene de baculum, que significa bastón. Si el imbécil necesita bastón para caminar no se trata del bastón físico sino del de las ideas, del bastón espiritual en que se apoye para andar por el mundo con ayuda. Así el imbécil puede ser lo más ágil que quiera y practicar el difícil trabajo que es ser uno. Y hay para elegir entre el imbécil que no quiere nada, al que todo le da igual y vive en el bostezo permanente, aunque no ronque o tenga los ojos abiertos. El imbécil que todo lo quiere y lo desea, lo primero y lo contrario que le llega, permanecer y largarse, gritar y guardar silencio, disfrutar del exceso y preservarse, todo al mismo tiempo. El imbécil que ignora lo que quiere y no piensa averiguarlo, imita a los demás o les lleva la contraria porque sí, todo lo que decide nace dictado por la opinión de los otros, es conformista sin razonamiento y rebelde sin causa. El imbécil que que quiere y sabe que lo quiere, y sospecha más o menos las causas por las que lo quiere, pero lo quiere a medias, débil y temerosamente, el que termina haciendo siempre lo que no quería y dejándolo para mañana pues piensa que entonces estará más a tono. El imbécil que quiere decidida y ferozmente, el partidario de la lucha donde se engaña a sí mismo sobre la realidad del mundo, el que termina confundiendo lo bueno de la vida con aquello que va a aniquilarlo.
Pero ¿por qué escribo esto? Como el donostiarra, también pienso que esos síntomas solemos tenerlos todos en algún momento. Después de varios días sin hablar con X un día la vi, nuevamente. Fue a visitarme al trabajo. Un par de minutos. Su tía había muerto y ella traía unas flores y tenía que irse. Estaría en el velorio. Yo tenía ganas de verla, pero entendí que ya nos veríamos después. Las conversaciones importantes sobre las perspectivas que lo implican a uno con los que aprende a querer no se posponen. No sé sobre qué conversamos la última vez. Nuestras miradas no se entrecruzaban bien. Fue una conversación completamente banal. Yo tenía alguna cosa que decirle, algo que proponerle en la formalidad civilizada de una domesticación para los dos, que no sería para siempre. Confieso que no le vi futuro. Lo digo desde la ventana de mi corazón, considerándolo humanamente y sin pesadumbre. Ella conocerá a más personas. Me importaba el presente. Me río y pienso en ella. Hablaba entonces como poniéndole al asunto una carga de fatalidad innecesaria.
Pero ¿por qué escribo esto? Como el donostiarra, también pienso que esos síntomas solemos tenerlos todos en algún momento. Después de varios días sin hablar con X un día la vi, nuevamente. Fue a visitarme al trabajo. Un par de minutos. Su tía había muerto y ella traía unas flores y tenía que irse. Estaría en el velorio. Yo tenía ganas de verla, pero entendí que ya nos veríamos después. Las conversaciones importantes sobre las perspectivas que lo implican a uno con los que aprende a querer no se posponen. No sé sobre qué conversamos la última vez. Nuestras miradas no se entrecruzaban bien. Fue una conversación completamente banal. Yo tenía alguna cosa que decirle, algo que proponerle en la formalidad civilizada de una domesticación para los dos, que no sería para siempre. Confieso que no le vi futuro. Lo digo desde la ventana de mi corazón, considerándolo humanamente y sin pesadumbre. Ella conocerá a más personas. Me importaba el presente. Me río y pienso en ella. Hablaba entonces como poniéndole al asunto una carga de fatalidad innecesaria.
No me sacudiré el polvo de la imbecilidad ni la certeza de lo difícil que es ser yo. Como escribió la sabiduría de Joseph Conrad, tampoco niego que a veces podamos volvernos una criatura maravillosa, pero no es probable que eso se descubra en el transcurso de nuestra vida, ni tampoco sucede una vez que nos hemos ido. Son necesarias a veces las palabras. Unas palabras. La maravilla del hombre es algo oculto porque los secretos de su corazón jamás serán lectura para el prójimo.