NUESTRA SEÑORA
DE LAS BARRICADAS
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Para Mireya, bella durmiente de esa noche.
Para Yendi, amanuense y testigo.
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Esta odisea no son las peripecias de Ulises en su regreso a Ítaca sino la pesadumbre que se verifica en Oaxaca apenas dan las diez de la noche. La ciudad se ha vuelto un patrimonio del caos donde las calles se han puesto cenicientas. En esa hora nocturna deviene una capital con desoladas avenidas, habitadas tan sólo por siluetas que nunca se sabe a quiénes pertenecen. Anoche, contra mi voluntad, no dormí donde vivo. Las cientos de barricadas que sitian la ciudad, esa suerte de protección que jamás he solicitado, me lo impidieron.
El pasado jueves 7 de septiembre asistí, en el bar cultural de unos amigos, a una exposición denominada “Barricada plástica femenina” para la que hubo, días antes, invitación y convocatoria. Diversas artistas exhibieron sus trabajos sobre las paredes y en sus participaciones, que iban del canto a la performance pasando por la instalación. El tópico que abordaron fue el conflicto oaxaqueño. Luego la actividad se prolongó con un segundo tiempo en una especie de peregrinaje colectivo que llegaría hasta los campamentos en la explanada de la Plaza de la danza y volvería a la esquina de Morelos con la calle Crespo, donde un microbús traspuesto se convertiría en foro y estrado para los espontáneos. En mi oportunidad subí a recitar poemas y a arengar desde el techo del autobús bajo la noche.
No sé si cada uno de los asistentes estaba convencido de su participación en la justa medida. Tampoco estoy seguro de que todos supiéramos, con razonable exactitud, lo que hacíamos o sus fines. El tiempo invertido, sin embargo, no transcurrió en vano. Desde el inicio nos repartieron veladoritas. Me imagino nuestra marcha desde el aire como un ejército de hormigas luminosas que voceaba, en broma y en serio, la deseada caída de un gobernante que al parecer no será depuesto, y que apoyaba a un grupo cuyos móviles sociales secretos sigo ignorando pese a mi lectura diaria de los periódicos.
Se supone que las barricadas otorgan la seguridad para practicar el arte de la caminata con confianza, la de saberse protegido por coterráneos y vecinos bajo la capitanía de la oscuridad. Debe proponerse, si es válido este argumento, una iniciativa de ley que propicie la instalación permanente de barricadas para sentirnos seguros. Sin embargo la cosa no funciona así, ni da seguridad en una ciudad sitiada durante más de cien días por la sinrazón y por los hijos de la ira.
En la noche de Oaxaca, por donde caminó Octavio Paz cuando la vio inmensa y verdinegra como un árbol, no hay policía. Durante el día tampoco. En restaurantes en los que otrora hasta los empleados desdeñaran a comensales en actitud francamente discriminatoria, los mismos dueños reparten volantes antes que asistir a la quiebra puntual de sus negocios. A mi hermano unos asaltantes le dejaron sentir el filo de una navaja sobre el abdomen para aligerarle la cartera con toda calma el mismo día que a un conocido le vaciaron la caja registradora de su minisúper, mientras su hija de cuatro años, que debía estar en el jardín de niños si hubiera clases, observaba con pasmosa inocencia cómo le acomodaban a su padre el cañón frío de una nueve milímetros en el cuello para saldar el trámite de su ruina. Estamos en un Oaxaca donde, de cara a la nación, no pasa nada.
Nuestra ciudad no se ha colombianizado, claro, sucede algo distinto. En La virgen de los sicarios, Fernando Vallejo narra una historia de amor donde los asesinos disparan balas previamente bendecidas en una capital donde el delito mayor de cada habitante consiste en seguir vivo. Aunque el conflicto oaxaqueño ha producido lamentables muertes contradictorias, aquí no se asiste a las páginas del asesinato como una de las bellas artes, sino a una versión bizarra y paradójica del desconcierto y el hartazgo. Habrá que procurar volvernos cada uno, desde nuestra devota inteligencia y nuestra humana miseria, una especie de expertos en las barricadas reacios al conformismo: ¿Cuál fue la avenida con las fogatas más iluminadas?, ¿quién hizo arder más llantas?, ¿en qué esquina prepararon el mejor café de la noche? ¿Cuántas vidas se hicieron indestructibles en ese vínculo de saberse centinelas y propicios hermanos en una causa de sombras? Por lo común la gente es muy conformista, y un solo hecho, o una sola exigencia, bastan para satisfacer a la mayoría, aunque la mayoría no entienda el sentido ni identifique el hecho ni la exigencia primera. Lo importante es la condena de la no renuncia, no el agravio que anula el tránsito libre; el chiste de apoyar es gritar en la calle hasta desgañitarse, no hacer preguntas. Habrá que sacudirse el espanto e inventar una advocación acorde a los actuales anhelos de justicia, una figura semejante a la impoluta virgen de los asesinos, una deidad Señora de las barricadas a quien rendirle culto. Ya que no se puede detener este asunto incendiario hay que promoverlo en otros niveles con toda exigencia estética, parafraseando a Thomas de Quincey.
En Una modesta proposición, Jonathan Swift establece seis puntos y suficientes argumentos sobre las ventajas para evitar que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres y para el país. Ayudado por estadísticas documentales, aborda las ventajas de aprovechar la sobrepoblación infantil: propone que los niños sean cebados y cocinados de diversas maneras, que su piel se aproveche para hacer guantes y otros enseres de lujo para los ricos. Como su amigo De Quincey, Swift responde con una obra maestra de la sátira, a la barbarie de los que explotaban niños en el ambiente sórdido y miserable entre los vapores venenosos de las fábricas y que consideraron su obra una ofensa gravísima. Habrá quien piense, al leer estas líneas, que la literatura no sirve más que para ilustrar el caso, y no seré yo quien lo contradiga.
Pero las dos obras fundamentales de la épica fueron fraguadas por un poeta ciego. La Ilíada no es otra cosa que una infidelidad desatando una guerra de años movida por la cólera de Aquiles. La odisea por la que estoy varado esta noche en una calle donde la esquizofrenia se respira y hace temblar hasta a los perros que deambulan, convencido de que no llegaré nuevamente a casa, no es el retorno de Ulises, sino la incertidumbre en una ciudad donde nadie quiere a Ulises. Después de todo, la Odisea no es sino la aventura de un hombre cuyo mayor anhelo es contemplar su ciudad como era antes y volver a su casa.~