do.
El día que se fue mi gato la estuvo mirando
como antes los hombres mirábamos al fuego.
Azael Rodríguez
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Hace una semana que no la veo. La conocí en casa de Ave. Lo primero que me cautivó fue su timidez con ese aire de los que necesitan sentirse protegidos. Su aparente timidez, que se entienda. Ave me advirtió: es una neurótica, una llorona impredecible, no creo que te convenga tenerla cerca. La busqué en casa de mi amiga dos veces y ahí la encontré cuando deseé verla. A veces nuestros hallazgos y miserias nacen en un desdén lozano, en el peso de la reticencia durante el trato con los otros. Nunca nos encontramos realmente cerca. Por lo menos no con la mirada, para comenzar, que suele ser el primer indicio de las afirmaciones mutuas. Tenía cara de tristeza. Una vez la vi sobre la cama, ni siquiera me le acerqué. Había llorado. Lo sé porque tenía sobre los ojos cerrados una hinchazón muy suave y una minúscula capa de melancolía clara y pegajosa. Abiertos eran de un verde maravilloso. Recostada parecía sumida en una visión idílica de sus ancestros en un sueño lejano, de una época que el Génesis calla pero donde alguno de los suyos debió haber sido el primer ser vivo sobre la tierra.
El tiempo que pasamos juntos en casa desde esa primera vez que la vi con mi amiga duró más de un año. Me la llevé a vivir conmigo. No me pregunten cómo porque no voy a repetir lo demencial de ese momento que prefiero omitir y que inmediatamente fue superado por ambos. Me cuesta trabajo asumir que convivimos bajo el mismo techo. Por lo demás, su verdadero lenguaje siempre fue y permaneció como un misterio impenetrable. Yo, que nunca he sido espléndido con nadie, por lo menos no con alguien a quien tuviera poco tiempo de conocer, le di gusto con lo que estuvo a mi alcance, la satisfice en todo lo que me pedía, lo que solicitaba abiertamente y con insinuaciones. Espíritu de mujer al fin, se apoderó de mi voluntad repetidamente y asentí embrujado. La hice un poco a mi modo, es verdad, y de pronto en la intimidad de la casa -e inclusive a veces ante los desconocidos- solía portarse como una perra, literalmente. Ahora ha pasado una semana y ninguno de los que la conocieron la ha vuelto a ver. Mis vecinos lamentaron su ausencia, pero no comprenderán lo suficiente porque suponen que es un asunto temporal y volverá pronto. Por nada del mundo me haré a la facilista idea de su muerte. No voy a llamar a la policía. Esa actividad contraviene nuestro pacto genuino. Jamás pensé echarla de menos pues asumí el riesgo de que su ego a veces llegaría a tener el poder suficiente para alejarme de su lado. Pero algo me dice que su desaparición se ha dado contra su voluntad y contra su verdadero deseo la apartaron de mí los planes de alguien perverso y miserable. Ella debe estar profundamente triste. Y por eso yo lo estoy, aunque no sé si con la misma fuerza o la misma capacidad de olvido que ella tiene.
Y sin embargo también se abnegaba en momentos que no hay por qué rechazar como prodigiosos: era la más dócil, respondía a mi conversación en la justa medida de mis ánimos o mis caprichos. Alguien dijo que amar es ver con claridad y reponder con exactitud. Tal vez.
Desde el día que se fue la casa ha quedado un poco más vacía. Y en el sitio donde descansaba, como cuando la vi recostada por primera vez sobre la cama, mis ojos buscan en ese hueco su presencia gris donde antes yo miraba, como el milagro que era, la figura maravillosa de una gata dormida bajo la tarde.