A medianoche nos acordamos de las barricadas y de nuestra miseria. Y y yo completábamos justo para un taxi. Por fortuna llegar a casa es más fácil que encontrar con un mapa por vez primera la casa de R, quien no llegó, por cierto, y que prometió llevarnos en el coche que nos daría el aventón milagroso. Al pagar al taxista nos imaginé, a Y y a mí, como dos niños que cuentan el tesoro de sus últimas monedas para saldar una deuda. Javier y Angélica esperaban en un sillón de la sala como si se hubieran quedado platicando toda la noche hasta acabar vencidos por el sueño, uno junto a otra. Yo también necesitaba probar el sillón para darme cuenta de la dimensión de mi cansancio. Y, sentada, conversaba con una voz que se me desvanecía en la cabeza a medida que yo iba entrando en el túnel del sueño. Estoy muerto le dije, cuando me di cuenta, al incorporarme de nuevo, que ya tenía, como por arte de magia, su computadora encendida sobre la mesa y comenzaba a trabajar un texto que enviaría muy temprano al periódico. No puede ser, estás loca, le recriminé bromista y serio. Escuché dentro de mí una avalancha ácida descender por las paredes de mi estómago. Uta madre, dije, tengo hambre. ¿En serio? Iba a preguntar si tenías algo de comer, respondió Y. Miré a Angélica, entrecerrando los ojos, abrumado por la somnolencia y el hambre. ¿Compraste algo para comer? le pregunté mientras jalaba la puerta del refrigerador y echaba un ojo. El interior estaba casi tan desolado como el desierto de mi estómago: un trozo pequeñísimo de queso, algunas tortillas, el lomo triste de un repollo, dos huevos muertos de frío, la mitad de una cebolla agonizante. Lo único cabal en casa era nuestra hambre… Miré alrededor de la cocina. Sobre el horno de microondas un paquete de pan tostado nos espetó como con voz apagada: “Par de idiotas, asómense bajo esta mesa, hay latas”. Con el puré de tomate, la cebolla y el queso preparé un guisado. Con el olor del aceite sobre el sartén se me quitó el sueño. Nuestra cena resultó más que pobre, decente. Lo mejor fue dormir, satisfechos. Las mujeres disfrutaron del sueño en la comodidad de sus camas mientras los hombres soñábamos, cada uno, tendido sobre su sillón respectiva y obligatoriamente favorito.
Por la mañana desayunamos mejor. Angélica descubrió un billete de cien pesos en su cofre del tesoro, una cajita metálica de cigarros faros, el sésamo secreto que nos salvó esa mañana.
Y, obsesionada por su texto, se la pasó frente a su computadora después del desayuno. Javier seguía durmiendo. Junto a él descansaba un bulto gris al que hemos aprendido a querer desde que llegó ala casa en una caja de cartón y que a veces corre, ronronea y parece que hablara.
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