sábado, enero 20, 2007


CARTELES DE CARLOS FRANCO: Domesticarse para mirar el muro


Algunos carteles que invitan a exposiciones congregadoras de tumultos suelen dar en el blanco con su llamamiento. Si un cartel funciona el evento es un logro que acompaña los otros mecanismos de difusión. Si falla, a los organizadores les queda la coartada de atrubuírle a su infortunio la desolación de las salas. Un cartel -como bien dice este texto- comunica, avisa, promueve, y también increpa e interpela. El autor nos invita a ver a un cartelista, bien conocido en su trabajo antes que en su firma o su persona, cuya primera exposición individual se inauguró el pasado 20 de enero de 2007 en la Casa de la Ciudad. A la exposición llegaron numeroso invitados, algunos de ellos maestros en el arte del cartel y en ese otro que es mirar el muro.


La historia de la América Latina reciente tiene una lastimadura que ha querido atenuarse con propaganda cauterizadora equivalente a una curita sobre la yugular borboteante de una ciudad intervenida en una estética unisex en vez de en una sala de cuidados intensivos. El mundo, sin embargo, sigue su marcha, y Oaxaca es la verificación de tiempos de barbarie y violencia con todo y su iconósfera plena de confusas visiones.
Asediado diariamente por millares de imágenes producidas en la ciudad, todo habitante termina por acostumbrarse a su estado de cosas. Revistas y diarios de tiraje extra, muros revestidos una y otra vez de pintura casi tan incansable como los grafitos de consignas, leyendas, versos, carteles multiplicados sobre los muros.
Cuando Jules Chéret comenzaba en los años 60 del siglo XIX a estampar las paredes francesas con papeles impresos litográficamente nunca se imaginó que ese arte le cedería la paternidad y el magisterio. Cien años antes Luis XV se anticipó al concepto de “cartelera” al obligar a los establecimientos de Francia a pegar su publicidad (minúscula) paralela a los muros.
Como haría después el pequeño príncipe de Exupéry, Chéret hizo que la gente volteara a mirar con otros ojos las paredes de la ciudad y echara de menos los carteles sustituidos. Sabía que su trabajo era más un arte mural que publicidad. Por ello acudía a su amigo Madaré para que escribiera los textos sobre sus trabajos.
El cartel comunica, avisa, promueve, interpela, increpa... Es un código con valores que se vuelven parte de una comunidad cuando ésta sabe descifrarlo.
De Chéret a Lautrec, de Manet a Picasso, de Grandville a Posada, el cartel es una de las formas del arte encontrando una vía de lenguaje popular, legible. ¿Cómo valorar la importancia de un cartel? ¿Por medio de la claridad de su mensaje que no deja cabos sueltos en lo que informa? ¿Con el atisbo del observador riguroso que exige de su composición algo más que equilibrio? ¿Mediante el juicio que aplaude el lugar idóneo de su colocación sobre una superficie al alcance de más ojos? ¿A través de su tamaño justo para lo que se le requiere? ¿Con respecto al costo que implica en su procedimiento de impresión? ¿Por su “originalidad” (concepto tan ambiguo como materia de discusiones a menudo banales), su audacia o su atrevimiento? Tal vez por todas las cuestiones anteriores combinadas en la mesura de una claridad y un afán de transparencia.
Quizá pocos lo sepan, pero los carteles más poderosos de la primera mitad del siglo XX ruso no fueron obra de un artista plástico o un diseñador sino del paradigmático poeta Vladimir Maiakowsy. Esto no quiere decir que los poetas sean buenos cartelistas, sino que se necesita de una sensibilidad artística y de un sentido del lenguaje muy especiales cuya apropiación quede fuera de duda.
Carlos Franco no solamente ha hecho diseño gráfico y editorial sino extraordinarios carteles para instituciones culturales (Gráfica sueca contemporánea, Brown/Clemene/Katz, MIDO 2004), de propaganda social, para actos políticos y mítines multitudinarios (basta ver Siempre en las grandes guerras, Cd. Juárez, Fiesta para la libertad). En mi opinión, si tomamos las referencias mexicanas de la escuela de Vicente Rojo, lo observo más cerca de López Castro que de Recamier. Y más cerca, también, de los maestros de cartel europeos y eslavos (Karpellus, Kirchner, Xanti...) que de los americanos. Intuyo que no sólo ha difundido las presentaciones de libros y me consta que se ha desvelado en los acervos de las bibliotecas hurgando entre las páginas.
En estos tiempos de la pura intervención digital y cute and paste enseñados en escuelas donde a menudo nada se aprende, Franco se toma la molestia de dibujar a mano, de tomar fotografías y de buscar la frase detonante en obras de literatura.
Observen. Muchos de sus carteles tienen el sello de sus bosquejos (La mancha de sangre, El arte gráfico contra la guerra, Club de lectura del mono chupatinta, La canción de autor, concierto de piano y voz, Mujeres poetas...). Sabe combinar el arte de la fotografía con la composición tipográfica y conoce la tradición (Gabriel Orozco: polvo impreso, 15 aniversario del IAGO, Lourdes Grobet y espectacular de lucha libre) y composiciones que, a manera de instalación, logran el efecto preciso (No al McZócalo).
Hace tiempo escuché a Mario Bellatin decir que lo que el arte debe buscar, en el fondo y al final de todo, es que la obra perdure y no el artista ni su nombre, que sólo importa cuando se disuelve para dar lugar a su creación potenciada y viva. ¿Sabrá esto Carlos Franco y por eso casi nunca estampa su firma sobre los carteles?
El cartel que verdaderamente importa es el que se afianza en nuestra memoria por lo que nos deja de trepidación y golpe impreso. Si con Droctulft —el guerrero lombardo embelesado ante la ciudad de Ravena— Borges dejó un retrato extraordinario de la fascinación ante lo urbano, deberíamos domesticarnos en el espíritu para ver los carteles de la ciudad como lo que son: inscripciones para mirar con otros ojos.
En este instante hay alguien que sabe que nada es para siempre, que lo que de veras vale merece también ser preservado contra la barbarie, el deterioro, el olvido que es la muerte; observa las palabras y la fecha de lo que ya pasó sobre un cartel sin firma y lo acaricia mientras atenta, cuidadosamente, vigila alrededor. No hay nadie.~

Luis Manuel Amador
Ciudad de Oaxaca, enero 2007

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