jueves, junio 21, 2007








LOS RITUALES ESFÉRICOS DE SIEGRID WIESE


Salvo contadas excepciones, es indudable que el valor de muchos artistas ha sido “inflado” no pocas veces con una fuerza más misteriosa para los aportes artísticos verdaderos que para el mercado de las reputaciones. Sucede en muchos países y sucede en México. Intentemos reducir el caso a un mapa de más fácil lectura, digamos Oaxaca. Pese a esta delimitación, no resulta difícil descubrir a renombrados críticos avasallados por el culto a la personalidad cuando no a los personajes, no por mala fe, sino por una facilidad para dejarse impresionar ante los éxitos de mercado. Y luego resulta que esta cartografía es la Oaxaca recóndita de maravillas y pululante en pintores.
Entre decenas de galerías, talleres por docenas, centenares de pintores y escritores centenarios, Oaxaca se disuelve en el ruido apabullante que no suele decir mucho y que produce, al final, genuflexiones o silencio. Pocos deambulan por Oaxaca buscando algo que ver, sacudidos del mundanal ruido de las inauguraciones donde el asedio intelectual sucumbe a los efectos del coctel como único ritual de pasaje al mundo del arte. Es una exageración pero nada falsa.

Hace poco, en la salita de una galería modesta del centro de Oaxaca, se inauguró una pequeña exposición sin nombre. La artista (cuya obra se presentaba en ese espacio compartido que en el primer piso con balcones mira al andador turístico y entrevera un taller-galería) se llama Siegrid Wiese y forma parte del colectivo denominado
910.
Conocía yo la obra de Siegrid sobre lienzo y sobre papel, sus grabados y monotipos. Esta vez, todas las obras en la pared de la sala eran de pequeño formato y los móviles de su discurso, o los que parecían serlo, habían cambiado respecto de sus producciones previas con solventes y sobre tela. ¿A qué se debería el cambio? Los hitos que golpean nuestra vida suelen darle un vuelco a la totalidad del lenguaje que empleamos: la muerte que nos aniquila y nos enmudece; la fiesta o la confusión en que nos convertimos ante alguien que se aparece; la ampliación de las perspectivas ante el hijo que viene. Wiese experimentó esto último cuando la llegada de su primer hijo reconfiguró no sólo su manera de apreciar las formas —como el arquero que amó la línea recta después de mirar el vuelo de una flecha directa al corazón del ciervo—, sino la categoría de todos sus procedimientos. De manera que el cargo de conciencia no implicara el abandono del trabajo, canjeó el aguarrás por el bolígrafo y el pincel oleoso por la pluma fuente; el tórculo y el fieltro por la tabla de una mesa cualquiera; la gran superficie ardua de los lienzos por instantes libres como escapatorias sobre papeles que se pudieran manejar con la sola mano de una madre que carga a su hijo en el enroque de los minutos libres. Lo anterior es mera conjetura y opinión mía. No deja, sin embargo, de resultar un hallazgo el retorno al dibujo en la obra de esta joven pintora.

Volviendo al trabajo de Siegrid Wiese expuesto en la pequeña sala, hay dos obras pertenecientes a la serie “Pájaros en la cabeza”, las únicas de la exposición realizadas sobre lienzo, en las que recurriendo a trazos pincelados, hace aparecer personajes sumidos en el claroscuro, una penumbra nunca temible ni fantasmagórica sino partidaria de rostros melancólicos que miran de frente sumidos en su escenario ensimismado.

Wiese es una consciencia mística con visiones musicales y de circo, partidaria de mundos donde los personajes se visten de rayas, sombreros, suecos y gorros casi tan afilados como las puntas de los bolígrafos o plumas que los inventan con su universo de tinta. La otra fuente que visita es la de su río propio desde sus dos riberas propiciatorias: circo y melancolía; bufones que bromean y rostros asaltados por la tristeza; esferas lentas en su firmamento de pesada apariencia y extremidades elongadas que nacen del libro de la memoria y el juego; invocación del pasado y esperanzadoras premoniciones que la maternidad inventa como futuro (“Sebastián
2009”).
Cuentan que cierto hombre observaba la quietud de un estanque, cuando de pronto saltó un pez que nadaba. El hombre quedó para siempre prendado de las formas circulares por las ondas del agua. Siegrid Wiese ha experimentado como para sí este episodio y se ha adentrado en la espesura de los círculos y las formas redondas impulsada posiblemente por las visiones sobre su propio cuerpo de madre primeriza. La redondez del vientre con el guiño de un solo ojo, la esfericidad del mundo, la forma de un globo, la formación, la espera. La serie “Carrera de globos” deja ver hasta qué punto puede un episodio de la naturaleza humana convertirse en materia poética para la producción artística. Sin duda estos cuatro dibujos a tinta representan su mejor serie expuesta. Hay en ellos pulcritud, esmero, pericia, homenaje a quienes habitan su mundo de vivos. Los cuatro montan globos de rostros que no se repiten: el que lleva la delantera, ataviado con un leotardo bicolor y con anteojos de aviador tiene puesto un gorro al que el viento sopla su minúscula cauda de filamentos, mira hacia atrás y relajadamente a quienes podrían alcanzarlo. Tras él, una mujer carga en sus espaldas a un niño que observa con curiosidad al espectador en turno, mientras el aire hace revolotear hacia atrás su gorro bombín y la mujer (seguramente su madre) parece tropezar y recuperarse con el golpe de sus botas de tacón altísimo; después de todo, el pájaro (otro pájaro en la cabeza) que casi es la mujer, sabe de su vuelo y se incorpora con facilidad. El tercer personaje ha tropezado, o está a punto de caer o se levanta, da lo mismo pues es un bufón que se lo toma a broma ante la mirada atónita del globo que siente casi la derrota, lejana la meta. El último es el más despreocupado, el más molesto, el que dibuja su capitulación en el rostro pero no se resigna ni se esfuerza, se acomoda confiado bajo su capa de flecos. Seguramente sabe que Siegrid Wiese lo redimirá en otra oportunidad cuando rehaga el mundo a su favor, cuando dibuje de nuevo con su pluma fuente sobre un papel en blanco.~