miércoles, agosto 22, 2007

EL RASGO BIEN TEMPERADO
sobre El Olvido, exposición de Yolanda Mora
en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca

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agosto de 2007

No imagino a Yolanda Mora (Ciudad de México, 1960) intentando acometer el jirón como accidente controlado sobre una hoja de papel amate. Sus intervenciones se dan más bien en esa otra superficie, la nunca violentada de las fibras más dóciles. A veces la rusticidad de un material puede no resultar propicia para algunos propósitos donde lo azaroso suele estar implicado.
Yolanda Mora llegó a San Agustín en 2004 y descubrió los papeles que allí se elaboraban en el Taller Arte Papel. Desde entonces es una asistente puntual de esta pequeña fábrica. Fue testigo de las trasmutaciones que convierten en hoja la fibra del algodón en su maridaje con el ixtle, con el pochote; de las visitaciones de la prensa que transluce el lino en una fina película bajo la luz solar.
¿En qué consiste la importancia de una obra artística? Entre otras cosas, en su dominio de la técnica, en sus hallazgos, en sus coqueteos con lo inusitado, en sus atrevimientos combinatorios y sus afanes de experimentación, en el ofrecimiento que nos hace de un mundo antes invisible que se nos había vedado por carecer de la mirada propicia, y en ese algo más que sólo logramos intuir.
Mora, nada ajena a los diversos medios con que el arte se ejerce en el rigor de una profesión de años, obtuvo el Premio de Adquisición en la Primera Muestra de Mini-Estampa (Museo Nacional de la Estampa), el Premio de Adquisición “Juguete Arte-Objeto” (Museo José Luis Cuevas), el Premio de Pintura “Bienal de Monterrey Femsa”, y entre muchos otros premios y reconocimientos, ha sido designada por segunda ocasión becaria del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Desde que los chinos inventaron el papel hasta la fecha, no hay en la historia un solo artista que desconozca su importancia fundamental. El papel es una entidad poseedora de vida propia desde su origen en el reino vegetal transfigurado en superficie cuyo destino suele ser tan múltiple como incierto: territorio que explorarán las palabras, destinatario de agravios, isla de las herramientas, geografía para expediciones, criatura domesticable, cuerpo que aguarda con paciencia toda posibilidad de alquimia, atavío, puente. Yolanda Mora lo sabe a conciencia y ha experimentado en su derrotero artístico todos estos destinos del papel y su múltiple naturaleza.
Ahora reúne 25 trabajos donde su fervor por el material con corazón de celulosa deja en claro que el rasgo también es un arte, un lenguaje, como Gabriel Zaíd sentencia cuando dice que “grafo y grama en griego, scribe en latín, writan en germánico […] llegaron a designar la palabra escrita a partir del significado de rasguño, que todavía puede observarse en rasgo”. He ahí el rasguño sobre la fibra, el escarceo entre las capas que se superponen visitadas previamente por la pintura al temple tras la aparente lastimadura cauterizada por la siguiente capa que recomienza.
Temple sobre papel, papel sobre marcos y superficies de madera, capas multiplicadas como veladuras, delgadas túnicas intervenidas que son restituciones de una piel original, escamoteo de una verificación que es simultáneamente el descubrimiento y la máscara, la herida y el vendaje.
Los elementos que suele emplear aquí la artista para componer un cuadro no siempre se encuentran definidos en los límites geométricamente ordinarios de una superficie que sustenta. En cada obra suya, en cada parte, habita un universo que multiplica su forma de decir las cosas, el tiempo desde el que parece haberlas enunciado. Como quien va desvelando las capas del territorio que encuentra y que modifica sincrónicamente con sus intervenciones, Mora nos ofrece posibilidades de atisbar arqueologías entreveradas en una selva virgen (Verde paisaje velado), lecturas sobre un pasado capaz de inventariarse a sí mismo como un libro de vida (Juárez No 28), disecciones ornitológicas fuera del tiempo (Pájaro rojo), muros en cuyo interior tal vez cohabitan una flor y un fantasma (La dalia de la Rosa), contradicciones que aguardan con igual paciencia que certeza de naufragio (La espera), bahías en un mapa que el tiempo hizo desierto (Mar antiguo), efigies vueltas un símbolo modificable y —tal vez— menos perecederas que su mito de Águila vestida. Y son también el derrotero sin brújula ni fin (Senderos), el Osado animal que se mueve, sin proponérselo, tantalizado entre el bosque de su origen y un ofrecimiento de mármol, El olvido que suele ser el sótano de una memoria donde alguien habitará perpetuamente acompañado. Y no es todo. Bajo cada atuendo de papel, bajo cada estrato de la fibra que establece su propia geografía en la reconditez, permanece la materia de una nueva exhumación como descubrimiento.~

Luis Manuel Amador