¿Vale
la pena plantearse retos técnicos, estéticos y políticos en un país donde la
realidad cotidiana tiene entre sus protagonistas a la precariedad, el
autoritarismo, la muerte? ¿Hay formas artísticas que en este escenario
confronten las lógicas del poder que día con día parece sólo empeñado en destruir
la esperanza? ¿Cómo ejercer ante el reto del presente una militancia o
resistencia desde el arte? Hace diez años, en el convulso 2006 de Oaxaca
germinaron estas y otras preguntas que fueron respondidas o magnificadas por
diversos artistas sobre las paredes.
Entre quienes plantearon respuestas en
esos días de revolución magisterial y autoritarismo oficial estaban Rosario
Martínez, Roberto Vega y Yankel Balderas, quienes integran el colectivo
Lapiztola, nombre que reúne en crasis su vocación gráfica y confrontadora: el
suave trazo de un lápiz, el disparo letal de un arma.
Los integrantes del colectivo hacían por
esos días una serie de intervenciones con tema social sobre soportes varios:
papel, camisetas, carteles en esténcil o en serigrafía. Sin embargo, las
circunstancias y la apertura de algunas personas interesadas en su trabajo les
abrieron otros espacios: bardas, mamparas, paredes que les pedían intervenir.
En el imaginario de la ex Antequera en ese contexto insurrecto comenzaron a
aparecer pintas inusitadas, una suerte de grafitis que no podían pasar
inadvertidos: narraciones detenidas en el tiempo como retratos de una realidad aún
más real por inverosímil, metáforas de la desgracia y de la felicidad
reinterpretadas, composiciones que devinieron bofetada y poesía.
Es verdad que el esténcil no es algo nuevo
y, posiblemente, como afirman algunos historiadores del arte, sea la expresión
gráfica más antigua de la que se tiene registro, si recordamos las formas
rupestres de manos estarcidas que perduran en cavernas ahora a resguardo (por
su valor patrimonial y artístico). Es verdad, también, que algunos hombres de
las cavernas perduran hoy encarnados en gobernantes que ordenan borrar obras de
esténcil sobre algunas paredes, arguyendo que “afean” la ciudad donde no suele
ser el pueblo quien manda, sino la estulticia de los funcionarios.
Lapiztola ejerce una tarea creadora necesaria
en una ciudad multidiversa como Oaxaca: rostros que son uno y somos todos;
oficios que retratan en los límites a quienes los ejercen; arrugas en el semblante
de un anciano que lleva en sus hombros el peso de generaciones; escenas que son
un fragmento del mundo y simbolizan sueños esperanzadores; volutas, flores, aves
que reverberan como notas musicales o emergen en un abrazo sólo posible en el
corazón de quien lo espera o lo recuerda; parvadas que, huyendo de las
tinieblas, emigran hacia la luz; pájaros que surgen de un rasguño en la pared o
de un cuerpo vivo que, pese a todo, sonríe.
Corte
aquí
es, al mismo tiempo, el corte de caja de una década de trayectoria y el
imperativo interior que Lapiztola mantiene latente para seguir cortando formas
que, al menos sobre la intervención en la pared, le dan al mundo la posibilidad
de descubrir batallas que vale la pena emprender. ~
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