jueves, septiembre 01, 2016

CORTE AQUÍ

Por Luis Manuel Amador


¿Vale la pena plantearse retos técnicos, estéticos y políticos en un país donde la realidad cotidiana tiene entre sus protagonistas a la precariedad, el autoritarismo, la muerte? ¿Hay formas artísticas que en este escenario confronten las lógicas del poder que día con día parece sólo empeñado en destruir la esperanza? ¿Cómo ejercer ante el reto del presente una militancia o resistencia desde el arte? Hace diez años, en el convulso 2006 de Oaxaca germinaron estas y otras preguntas que fueron respondidas o magnificadas por diversos artistas sobre las paredes.
Entre quienes plantearon respuestas en esos días de revolución magisterial y autoritarismo oficial estaban Rosario Martínez, Roberto Vega y Yankel Balderas, quienes integran el colectivo Lapiztola, nombre que reúne en crasis su vocación gráfica y confrontadora: el suave trazo de un lápiz, el disparo letal de un arma.
Los integrantes del colectivo hacían por esos días una serie de intervenciones con tema social sobre soportes varios: papel, camisetas, carteles en esténcil o en serigrafía. Sin embargo, las circunstancias y la apertura de algunas personas interesadas en su trabajo les abrieron otros espacios: bardas, mamparas, paredes que les pedían intervenir. En el imaginario de la ex Antequera en ese contexto insurrecto comenzaron a aparecer pintas inusitadas, una suerte de grafitis que no podían pasar inadvertidos: narraciones detenidas en el tiempo como retratos de una realidad aún más real por inverosímil, metáforas de la desgracia y de la felicidad reinterpretadas, composiciones que devinieron bofetada y poesía.
Es verdad que el esténcil no es algo nuevo y, posiblemente, como afirman algunos historiadores del arte, sea la expresión gráfica más antigua de la que se tiene registro, si recordamos las formas rupestres de manos estarcidas que perduran en cavernas ahora a resguardo (por su valor patrimonial y artístico). Es verdad, también, que algunos hombres de las cavernas perduran hoy encarnados en gobernantes que ordenan borrar obras de esténcil sobre algunas paredes, arguyendo que “afean” la ciudad donde no suele ser el pueblo quien manda, sino la estulticia de los funcionarios.
Lapiztola ejerce una tarea creadora necesaria en una ciudad multidiversa como Oaxaca: rostros que son uno y somos todos; oficios que retratan en los límites a quienes los ejercen; arrugas en el semblante de un anciano que lleva en sus hombros el peso de generaciones; escenas que son un fragmento del mundo y simbolizan sueños esperanzadores; volutas, flores, aves que reverberan como notas musicales o emergen en un abrazo sólo posible en el corazón de quien lo espera o lo recuerda; parvadas que, huyendo de las tinieblas, emigran hacia la luz; pájaros que surgen de un rasguño en la pared o de un cuerpo vivo que, pese a todo, sonríe.
Corte aquí es, al mismo tiempo, el corte de caja de una década de trayectoria y el imperativo interior que Lapiztola mantiene latente para seguir cortando formas que, al menos sobre la intervención en la pared, le dan al mundo la posibilidad de descubrir batallas que vale la pena emprender. ~






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