En
2015 visité algunas exposiciones. Por ejemplo “Santos vivientes”, de Michael
Landy, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Con crítica ironía, el artista
londinense presentaba esculturas móviles de santos martirizados, e invitaba a
tocar o manipular las obras, compuestas por dispositivos mecánicos diversos:
poleas, palancas, cadenas, cuerdas. Un enorme Francisco de Asís con un hoyo en
lugar de cabeza del cual podía extraerse, con buena suerte, algún premio. Así
logré obtener, con el brazo mecánico, una playera que rezaba “Pobreza,
castidad, obediencia”. “Por favor, sigan avanzando”, dijo el custodio de la
sala. Y obedecí.
En muchos museos de México (y de otros
países), no sólo tocar está prohibido, incluso lo está tomar fotografías,
aunque se hagan sin flash. O no del
todo prohibido, al menos en México sino, como me dijo un guardia en otro museo,
“para tomar fotos hay que pagar primero”. “¿Y eso por qué?”, preguntó alguien
más. “Por derechos de autor”, respondió el uniformado.
Lo cierto es que de casi cualquier
artista u obra, internet es fuente de imágenes de calidad reproducible, y que
el promedio de personas que se toman fotos en una sala de exposiciones no lo
hacen (ni podrían obtener una buena imagen para ello) para lucrar sino para
compartir o presumir que estuvieron ahí, como ocurrió con el público que
abarrotó la muestra de Yayoi Kusama en el Museo Tamayo, a la que, por cierto,
nunca pude entrar porque cada que llegaba a formarme, cien mil personas delante
de mí ya habían llegado a formarse desde un día antes.
Ignoro si la Obsesión infinita de la japonesa o la exposición Miguel Angel Buonarroti. Un artista entre
dos mundos, del Museo del Palacio de Bellas Artes, habrían tenido el mismo
éxito si se hubieran verificado en 2016, con los nuevos precios de entrada a
los museos, aunque tal vez tampoco es para tanto porque yo suelo visitar los
museos los domingos, cuando la entrada, al menos en los que dependen del INBA,
es gratis.
Después de todo, según la Ley
Federal de Derechos [bit.ly/1OlHtqE] aprobada por la Cámara de Diputados,
aumentó el costo (desde una quinta parte hasta el triple respecto al 2015) únicamente
en doce museos, que fueron clasificados en tres tipos:
Recintos tipo 1
(Museos Históricos): 60 pesos
Museo
del Palacio de Bellas Artes
Museo
Nacional de Arte
Museo
de Arte Moderno
Museo
Tamayo Arte Contemporáneo Internacional “Rufino Tamayo”
Recintos tipo 2 (Museos
Emblemáticos): 45 pesos
Museo
Carrillo Gil
Museo
Nacional de San Carlos
Museo
Nacional de la Estampa
Museo
Nacional de Arquitectura
Recintos tipo 3 (Centros
Expositivos): 30 pesos
Museo
Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo
Sala
de Arte Público Siqueiros/La Tallera
Laboratorio
de Arte Alameda
Museo
Mural Diego Rivera
Ya expuse arriba por qué no me incomoda
por sí sola la subida de los precios a esos recintos, aunque me desconcierta
que en la dichosa ley no se diga nada sobre los museos del INAH, como el Museo
Nacional de Historia Castillo de Chapultepec o el Museo Nacional de
Antropología (tan emblemáticos, históricos y expositivos), no para que suban
también sus precios sino porque, si dichas cuotas fueron modificadas para mejorar
los servicios, el mantenimiento, la calidad, etcétera (como sucedió con el
metro, supongo), ¿debemos dar por sentado que la mejora de estos será nula? ¿O acaso
se prepara otra ley en las curules?
Algo que me resulta curioso es la
nueva nomenclatura, que parece sugerir que el Museo del Palacio de Bellas Artes
no es “emblemático”, que el Museo Carrillo Gil no es “expositivo” o que el
Museo Nacional de San Carlos no es “histórico”. ¿No bastaba con que los agruparan
en tipos A, B y C, como estaba antes?
He escuchado decir que las personas
“más afectadas” con estos ajustes son las que componen la “clase media baja”. Como
la mía. Aunque juro que he visto filas interminables de quienes podrían ser mis
vecinos formándose para entrar al Museo Ripley sin el menor empacho en pagar los
90 pesos de la entrada o los 75 pesos (con descuento).
Georgina Cebey dice que “de nada
sirve saber la cifra exacta de museos existentes en el país si se desconoce
cuál es la función de cada uno de ellos, si no sabemos si son necesarios o si
sus objetivos siguen vigentes y atienden las necesidades de los visitantes”. Independientemente
de la reputación curatorial de la que gozan, en el Museo de Ripley y el Museo
de Cera, por ejemplo, las fotografías no están prohibidas sino que parecen
promoverse.
Por eso prefiero visitar museos los
domingos y tomar fotos sólo si está permitido. Después de todo, en un museo la
experiencia se agudiza en los sentidos, para que no se repita la desconcertante
historia: una persona a quien le dijeron que estaba prohibido tomar fotos, se coloca
frente a un cuadro en un museo y se pone a dibujar en su cuaderno. El custodio
de la sala se le acerca y le dice que tampoco tiene permitido hacerlo. “Pero, ¿por
qué?”, responde fastidiado y atónito el visitante. Y el custodio responde: “Para
no lucrar”.~
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