sábado, marzo 04, 2006

LOS ARREBATOS DEL ESCRIBA: Palimpsesto, exposición de Rosendo Vega

Por Luis Manuel Amador
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Que la obra de un artista sea recomendada por las revistas que acompañan el vuelo en una aerolínea importa poco en un itinerario cualquiera; que la ciudad donde reside el artista sea reconocida como un hervidero de pintores anticipa en él el posible hallazgo de “otra cosa”; que el artista no haya nacido en esa ciudad y sea joven acrecienta la atención del viajero; que con su trabajo pictórico no se le adivine comparable a los abundantes epígonos que en esa ciudad revolotean en torno de un par de figuras reconocidas es menos una sorpresa que una suerte.
Rosendo Vega nació en Tixtla, estado de Guerrero, hace menos de treinta años, y ha hecho de Oaxaca el centro donde su trabajo se mueve y verifica. Es una suerte que comience a hacer de su arte una entidad dinámica, sin alterar en mucho su voz de pintor joven o, más bien, la engole mediante el rigor de la práctica diaria.
Al formar parte de un equipo colectivo de artistas se corre el riesgo de la uniformización, de la imitación involuntaria. Rosendo Vega, en cambio, vive el taller colectivo donde los pinceles y el lienzo hacen las veces de cubiertos a la hora del ágape en familia. La vocación querellante ante la mesa alienta la comprensión del pan diario. En esa casa que representa el Taller Galería 910, Vega ha hecho las veces de comensal que reinventa su plato y lo abigarra ante la mirada atónita de los parientes que le recomiendan algún sazonador de vez en cuando. Y el resultado nutricio siempre es un plato extraordinario.
Si el expresionismo de Jackson Pollock embadurnó los lienzos con su desmesura neurótica y Joan Fontcuberta ha demostrado mediante sus fabulaciones la verosimilitud de lo inexistente, en Palimpsesto, la reciente exposición del joven guerrerense-oaxaqueño, vale la pena asomarse a las posibilidades de una escritura que no puede leerse sino como pretexto puro. Antes, ya nos había dado la oportunidad de imaginar gérmenes celulares y goteantes en sus trabajos: una explosión deslizante, la salpicadura de cierto vuelo, las persecuciones contenidas de un animal abstracto sobre el plano como intentos que no hubiera desdeñado comentar o llevar Harold Edgerton a sus registros. Pero lejos de los calígrafos chinos o árabes, Rosendo Vega juega a poblar, sin contradicción ninguna, de antisolemnidad y seriedad su apuesta. Palimpsesto no es una emulación del arte caligráfico sino una trampa visual sin prerrogativas.
¿Qué pretende decirnos al bautizar uno de sus lienzos como Codex R? ¿Marca la trampa, tan suya, de que la lectura se interprete como la inicial de su nombre a semejanza del Codex Alexandrinus del siglo V? Pleione es la estrella madre inscrita en la constelación de las Pléyades, pero aquí no es sólo eso, también un arrebato “estelar” en el doble sentido de quien conoce su juego. 12 grados NW de inclinación son los que necesita una mirada en cierto momento para atisbar las Pléyades; Vega quiere hacer que perdamos la pista, pero las manecillas ficticias de sus lienzos ceden cual guiño de astrolabio convertido en tríptico oval. ¿Cómo será La madrugada de un escriba?: digamos que lejano, un astro indivisable ilumina el esqueleto caligráfico de las barras de una ventana que no existe. ¿Es posible plasmar sobre lienzo la contraseña rotunda de un cetáceo golpeando satisfecho sobre un mar celebrante? Ba-llena prefigura la respuesta y la convierte en canto marino sobre un azul indescifrable y ambiguo. Bajo el sol acontece la varia posibilidad del mundo: el estallido de una mina, la muerte del amor, lo infinito en apariencia que finalmente perece. El resultado de obras como Alquimia, Graphos, Palíndromo o Memorama pareciera obedecer al dictado del estricto universo caligráfico. Lo arbitrario de las deliberaciones entre cálamo y superficie es un accidente controlado que implica sentido al cobrar certeza de pretexto una vez más. Si la Alquimia II se nos escapa, ¿corresponde la anterior a la del verbo de Rimbaud? Psao aparece para dar un “rasgo” a lo que inventa el óleo en su itinerario múltiple, y “rasgo” viene de rasgar, de rasguño. El palimpsesto que se vuelve borrador y resultado último. El fantasma del escriba se apodera de las obras cuando brinda la posibilidad de hacernos recordar lo que habrá de inventarse todavía: el Memorama imaginario. Un Camafeo es, al mismo tiempo, recordación y espectro, dulce ficción que pende del teatro de la memoria, sin rostro, nombre ni figura.
A final de cuentas hay un hilo conductor que se entrevé en la obra de Rosendo Vega, y no tiene que ver con la caligrafía, más bien con un espíritu que se abalanza sobre la provocación, en sus ganas de invitarnos a devorar las crepitantes pinceladas del escriba que, arrebatado amanuense por causa de visiones pasadas y futuras, se sabe condenado a soñar que sueña que su pluma es un pincel escribiendo, sobre un pergamino, al dictado de la nada o del relámpago, bajo la alta madrugada de las constelaciones.~
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