martes, octubre 16, 2007

DE REVOLOTEOS TELÚRICOS
O las migraciones de María Luisa de Villa
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Luis Manuel Amador


Como un plural espejo sobre los planteamientos de los orígenes en las culturas antiguas, el mundo contemporáneo, sobre todo su lenguaje artístico, asiste a la refundación de los mitos y a las reescrituras de lo creado por las manos y por la naturaleza. El arte, artificio y poética al fin, acude nuevamente a su principio y vuelve la vista como buscando su cauda. Algunos artistas prefieren huir de las formas de la naturaleza y aducen recursos de la abstracción. Mas no sabremos si, como suele decirse, e
l origen de la abstracción se concibe como la desconfianza del mundo exterior que concede mayor interés a lo que ocurre en los adentros del artista. Se dice que la confianza suscita obras permeadas de formas reales presentes en el mundo, al igual que se ha pretendido que las proposiciones inquietantes conllevan a un lenguaje abstracto del creador. Al negarse a representar un mundo “hecho y acabado”, en su principio el artista invoca una suerte de porvenir. Al contrario de los buscadores de lo abstracto, quienes recrean las formas existentes, fundamentalmente las que parten de la naturaleza, incluida la figura de hombres o mujeres habitando una obra, parecen entablar un diálogo con el pasado en su nostalgia de Paraíso. Ese es el tipo de personalidad creadora que Maria Luisa de Villa parece invocar con su obra, la del hacedor en la memoria y en el mito puntuales como el crecimiento de un tallo.
María Luisa de Villa pertenece a una familia desde hace varias generaciones involucrada con el arte y sus diversas manifestaciones. Nacida en Ciudad de México y habitante a medio camino entre Canadá y su país, no sabríamos decir si revolotea o cabalga como amazona sobre un corcel cargado de mitos marianos y telúricos. Viéndolo bien, el vuelo de una mariposa tiene más de intuitivo galope que de pleno vuelo libre de incidentes. Pero eso no desvela a la monarca cuyo revoloteo, cargado de misterio, se empecina hasta el fin de sus tiempos para vadearlo todo bajo el frío y el relámpago. Sin embargo la mariposa, ese minúsculo corazón de papalotl, a la manera en que Castellanos se refiere a la luz, “es fiel y vuelve siempre”. También María Luisa viaja guiada por la intuición como quien cada año vuelve a su santuario de pinceles y herramientas para cumplir su inalienable manda. Y así retorna al recinto guadalupano que habita en sus papeles y en sus huipiles que emigran, como ella, del textil a la celulosa.
No es una casualidad, viendo sus esbozos antropomorfos, la obtención del Primer Hugh Owens Award y su elección como ganadora del Premio de dibujo Northern Ontario Arts Association en 1992 y 1993, así como una beca del Canada Council of the Arts de la York University, donde realizó sus estudios en Artes Visuales.
Susan Sontag tiene razón cuando afirma que «la belleza es parte de la historia de la idealización, que a su vez es parte de la historia de la consolación. Pero la belleza acaso no siempre consuele. La belleza del cuerpo y el rostro atormenta, subyuga; esa belleza es imperiosa». Imperiosa como los elementos que componen empecinadamente una obra artística, como los cuerpos de mujeres que son exvoto, vasija, semilla, ofrecimiento de un sacrificio sin más fatalidad que el destino en el carpelo femenino o el sexo de una flor, la ambigüedad del espinoso cacto que se piensa pájaro.
No es asunto de María Luisa si el hortelano tradicional se debate en la repetición del ritual que ignora, o si desoye a la virgen y opta por el culto a la tierra en su otra callada ceremonia. De Villa parece recordar que en la Teogonía, esa suerte de Génesis con que fundamentó una crónica del origen del cosmos, Hesíodo cuenta después del Caos el nacimiento de Gea, la de los grandes pechos, la que engendró a Urano como cielo estrellado y a Ponto como abismo marino, la que después compartió lecho con Urano y dio a luz a los Titanes y así se erigió en la inagotable fuente de los dioses del Olimpo. Y en ese universo de la artista conviven el aire y la tierra como una casa, la caminata y el revoloteo de una mariposa con su itinerario de ida y vuelta a lo largo de su vuelo cual una trémula llama en la noche de piedra novohispana. En su obra, el Tepeyac hace las veces de Acrópolis desde donde el mundo vegetal es quien pontifica y dicta los avatares al tiempo que se erige en la fuente de su otro cosmos que ahora reescribe como quien va tejiendo una nueva palabra de la planta al papel que es su reino.~